Por qué nos hacemos selfies si odiamos nuestra cara en ellos

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Por qué sigo haciéndome selfies si odio mi cara en ellos

Me da vergüenza poner caras, hacer posturitas y el propio acto de hacerme una foto a mí mismo. Pero aquí sigo, intentando salir bien en alguna.

Por Juan Sanguino  |  19 Febrero 2020

¿Qué pensaría Robert Cornelius, la primera persona que se hizo un selfie, del resultado de su idea en 1839? Probablemente lo mismo que tú cada vez que te haces uno en 2020: "¿¡Mi cara es así!?" Pero el autorretrato de Cornelius tenía valor en sí mismo, al tratarse de un concepto tan sencillo como innovador que podría haberse quedado en anécdota pero que hoy es el preámbulo histórico del selfie y, lo que es más importante, de la cultura del selfie. Sin embargo, la mayoría de la gente está convencida de que sale fatal en las fotos en general y en los selfies en particular. ¿Por qué, entonces, nos empeñamos en hacernos eso a nosotros mismos?

En la idea de hacerse una foto a uno mismo confluyen varios conceptos característicos de la sociedad del siglo XXI: el narcisismo, la exhibición de los instantes íntimos y el falseamiento de la realidad. La vida no siempre ha sido así. Yo nací en 1984, lo que significa que crecí en un mundo donde la gente solo hacía fotos en ocasiones especiales (cumpleaños, viajes, celebraciones), cada foto te daba una sola oportunidad y la gente no posaba como si fuese una Kardashian: posábamos erguidos, mirando a cámara, petrificados, sonrientes y a menudo gritando "patata" para, por alguna razón que años después sigo sin comprender, salir todos con cara de idiotas. Pero era divertido. Era una forma de retratar un recuerdo asegurándote de que todos, incluso los que se aburrieron durante el cumpleaños, parecieran felices. En los 90, eso de posar evocando erotismo, misterio o glamour era algo que solo hacían los famosos, no los plebeyos, pero precisamente esa aspiración es otra característica que define la vida en 2020: ahora todo el mundo se comporta como si fuese una celebrity. Y eso incluye las fotos que se hace.

Nacer en 1984 también significó que mi adolescencia estuvo marcada por la irrupción de las cámaras digitales. Poco a poco empezamos a repetir las fotos si alguno de sus participantes no estaba contento con cómo había salido. Poco a poco la gente empezó a llevar una cámara en el bolso para retratar momentos cotidianos que no eran ni cumpleaños, ni viajes, ni celebraciones. Poco a poco empezamos a hacernos fotos a nosotros mismos aprovechando la ventaja de que teníamos tantas oportunidades como quisiéramos. Y poco a poco fue desapareciendo la espontaneidad en las fotografías de la gente anónima.

De Fotolog recuerdo, sobre todo, flequillos. La eclosión de esta red social duró tan poco (básicamente, funcionaba igual que Instagram pero sin filtros ni stories) que hoy es un cementerio de elefantes estéticos: todas las fotos, excepto las de de modelos brasileñas, capturan cómo se vestía la gente en el periodo específico entre 2004 y 2007. Hay Vans de cuadros, pendientes de coco y camisetas de rayas. Hay hasta gente fumando, algo que aparentemente no existe en Instagram. En aquella etapa yo trabajaba en Zara y mi encargado insistía en que pusiera una "mirada amable", que a día de hoy sigo sin saber qué es pero que me enseñó que, si relajo la cara y no hago ningún gesto, mi expresión por defecto es de pura hostilidad. Y gracias a Fotolog, también descubrí que mi cara es repugnante.

En realidad sé que no lo es. Me gusta mi cara y a mucha otra gente también. Pero a mi móvil no. Mi móvil odia mi nariz, que es grande y con carácter pero según la cámara ocupa el 60% de mi cara. Odia mis cejas, que en el espejo se parecen a las de Colin Farrell pero en las fotos se parecen a las de Luis Tosar. Y odia mis entradas, que en la vida real son moderadas pero en los selfies me hacen parecer Krusty el payaso. Y un payaso me siento por plantearme todas estas reflexiones vanidosas, pero es el mundo en el que me ha tocado vivir y yo he elegido ser una persona que sale bien en las fotos. Cueste lo que cueste.

Robert Cornelius, 1839. 'Linda pic!'
Robert Cornelius, 1839. "Linda pic!" Wikimedia Commons

Cuando investigué el motivo de esta distorsión entre la realidad y las fotografías me encontré con que hay mucha gente que se hace la misma pregunta (en Quora, Reddit o Yahoo Answers) y muchos fotógrafos dispuestos a iluminarnos (no literalmente, porque según OkCupid el flash te añade siete años). Se dan factores técnicos como la iluminación, el foco o la obviedad física de que nosotros vemos el mundo en tres dimensiones mientras que la cámara lo capta en dos. Pero la clave está en las formas: nuestras caras tienen asimetrías imperceptibles (un ojo más grande que otro, la nariz torcida, una oreja más alta que la otra) a las que nos acostumbramos porque las vemos todos los días, pero el reflejo que nos devuelve el espejo es invertido mientras que la cámara nos retrata directamente. "Estamos mucho más familiarizados con nuestras caras tal y como las vemos en el espejo, y por tanto preferimos esa imagen por una cuestión de mera teoría de la exposición: mirar algo repetidamente hace que nos guste más. Te aporta familiaridad y la familiaridad te agrada. Estableces una preferencia hacia ese aspecto de tu cara" explicaba Pamela Rutledge, directora del Media Psychology Research Center, en The Atlantic.

Por ejemplo, si tu nariz tiene un desvío de 2 milímetros hacia la izquierda, al que ya estás acostumbrado, cuando te mires en una foto verás tu nariz 4 milímetros desplazada hacia la derecha respecto a la imagen que tienes de ti mismo. Y eso te hará sentir como un señor Patata con las piezas mal colocadas. Eres tú, pero no eres tú, lo cual resulta perturbador pero no sabes explicar por qué así que reaccionas odiándote a ti mismo: tu mirada irá directa a todo lo que parezca diferente, hasta ser incapaz de ver otra cosa. Por eso cuando yo miro una foto mía solo veo una nariz (que está desviada, digamos, un poco más de 2 milímetros hacia la derecha) rodeada de pelo.

Lo peor de que el espejo nos devuelva una imagen inversa significa que lo que el resto de seres humanos ven cuando te miran es Tu Cara De Las Fotos. Ese monstruo desfigurado. Pero por supuesto hay un factor emocional añadido: la gente no te ve como en el espejo porque tú no miras a la gente con la misma expresión con la que te miras a ti mismo, que es con... ¿seducción? Según el fotógrafo Michael Levy, cuando nos miramos en el espejo vamos modificando nuestra cara subconscientemente para resultarnos atractivos a nosotros mismos.

Otro obstáculo a la hora de ponerse delante de una cámara es, por supuesto, que hay gente que sabe posar y gente que no. Todos tenemos una amiga incapaz de salir mal en las fotos ya sea por fotogenia, técnica o una mezcla de ambas (y si no la tienes, es que tú eres esa amiga). A veces le das tanta pena que empieza a confesarte sus trucos: "pon la lengua contra los dientes de arriba", "baja la barbilla", "ladea la cabeza", "baja un hombro". Pero esto no solo resulta inútil y humillante, sino que esa perra te está mintiendo. Consciente o inconscientemente. Porque la diferencia entre ella y tú es que ella no tiene ningún tipo de vergüenza.

Otro de los síntomas de que nací en 1984 es que, cuando voy por la calle, me sigue chocando ver a chicos y chicas que (a mí me parece que) tienen 11 años posando como, según me educaron en los 90, solo posan los chaperos y las prostitutas. A mí poner caras y posturas para las fotos me da una vergüenza horrorosa y siento que todo el mundo se reirá de mí. Pero la clave para salir genial en las fotos esa: no tener pudor ni sentido del ridículo y concentrarse solo en el resultado final de la foto. Yo he entrevistado a muchos actores y he observado cómo se contorsionan en posturas de tarado y ponen cara de estar sufriendo un ictus. Después las fotos quedan siempre increíbles.

La única vez que yo posé para un fotógrafo de estudio fue cuando colaboré en un programa de televisión. Nos hicieron unas fotos promocionales y yo me planté ahí, como buen hijo de los 90, con los hombros tiesos, los brazos rectos y la cara aterrorizada. "Haz algo" decía el fotógrafo, "haz algo divertido". Yo sonreía (o lo que en mi cabeza yo creo que es sonreír, porque cuando intento sonreír para una foto solo consigo que parezca que conozco el día de tu muerte), pero no era suficiente. "Haz alguna locura" insistía el señor, lo cual yo entendía por "sé una persona distinta, joder". Así que perpetré un gesto del que me arrepentiré toda mi vida: levanté el brazo derecho y me puse la mano en el cogote. Me dio tanta vergüenza que miré hacia la derecha para comprobar cuánta gente se estaba riendo de mí. Y esa fue la foto que eligieron.

'Tú sigue que yo te aviso'.
"Tú sigue que yo te aviso". RTVE

Así que mi irrupción en la televisión pública no solo fue en una postura que parecía presumir de bíceps, sino que además, para la imagen promocional del programa, hicieron un montaje con los colaboradores y, mientras todos miraban a la cámara derrochando carisma, yo aparecía inexplicablemente rascándome el cogote y mirando hacia la derecha. Y muchísima gente me aseguró que salía estupendo, pero yo no puedo mirar esa foto sin ver el mal rato que me hizo pasar.

Soy el Mike Wazowski de la televisión pública.
Soy el Mike Wazowski de la televisión pública. RTVE/Pixar

Esa es otra diferencia entre las fotos de antes y las de ahora: antes una foto expresaba emociones, contaba un relato y captaba la personalidad de sus participantes. El selfie es un ejercicio puramente estético, en el que no sales con tu cara, sino con tu cara mientras te miras a ti mismo. Es una imagen inerte. Antes hacíamos fotos para retratar un momento, ahora las hacemos para crear un momento cuando no esté ocurriendo nada. La foto es el momento. No voy a entrar en la evidente necesidad de validación externa, las inseguridades o la adicción a los likes que tanto se analizan en los medios de comunicación. Me interesan las implicaciones de la foto en sí. Que haya amigos dispuestos a hacerte 20 hasta dar con una buena (por solidaridad y porque esperan que en otro momento tú les hagas 20 fotos a ellos), pero que sin embargo me dé vergüenza pedirles a mis padres que repitan una foto cuando no me veo bien porque no quiero que descubran el narcisista en el que me he convertido. Me interesa descubrir por qué a veces alguien dice "ay, qué guapo, no te muevas", me hace una foto y cuando la mira puedo ver la decepción en su cara. Me interesa por qué mis amigos suben fotos en las que ponen caras que jamás ponen en la vida real y sueño con llegar algún día a tener mi propia "cara de foto".

Pero la mayor prueba de que nací en 1984 (aparte de que cuando poso para un boomerang no puedo evitar hacer el movimiento entero hacia adelante y hacia atrás) es que, en el fondo, no comprendo qué sentido tiene hacerse una foto glamourosa si no soy famoso. La gente famosa, además de sobrenaturalmente fotogénica y digitalmente retocada, posa con garbo porque la propia existencia de esa fotografía tiene valor: su fama justifica el retrato. Yo me hago selfies por vanidad y aburrimiento, pero no dejo de sentir pudor ante el posmodernismo del propio concepto. Como ocurre con las camisetas que tienen "esto es una camiseta" impreso, aquel póster de Reality Bites con un grafiti al fondo que decía "movie poster" o Amaia Montero cantando "te voy a escribir la canción más bonita del mundo", el selfie es posmoderno porque se trata de una foto consciente de que es una foto. Que no solo no lo oculta sino que, cuando te pones delante del espejo (y por tanto retratas la versión de ti a la que estás acostumbrado), se ve el dispositivo que está haciendo la foto. No me entra en la cabeza, como no me entra en la cabeza que haya gente que se hace selfies fingiendo que no son selfies (¡o haciéndose la dormida!) y sus seguidores, por un contrato social no escrito, lo aceptan sin parecerle una cosa grotesca. Pero yo no estoy para ponerme a juzgar a nadie, que aquí sigo haciéndome selfies a ver si en alguna no salgo con la nariz enorme. Ni con pelo de rata. Ni con cara de cansado. ¿Pero cómo no voy a estar cansado? Lo que estoy es agotado de verme la cara.

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